Me pasé un año y medio en Pamplona esperando el verano insoportable del que hablaban los navarros. El año pasado me fui hasta Almagro, embarazada y, como si fuera poco, llegué a Granada. Ningún calor me dejó sin aliento. Quizá extrañar y extrañar el clima de mi país y aceptar con resignación la brisa fresca pamplonica, me hizo muy resistente.
Cuando preparamos nuestro viaje a Toledo nos hicieron los tíos las advertencias de siempre: visiten esto, no vayan a aquello, agarren este autobús, no vayan a comprar esto, habrá muchísimos turistas, y tengan cuidado con el calor, que allí aprieta bastante.
Más de lo mismo, gracias por la preocupación, pero ya he dicho que prefiero el calor al frío, que resisto bastante y que me la paso bomba en el verano. Toledo nos recibió majestuosa. Su catedral, sus calles estrechas, su mezcla de culturas, tanto interés, tantos idiomas, tanta vida... y tanto sol.
A mitad del trayecto le confesé a Armando que estaba demasiado cansada. No entendía por qué de pronto había perdido las fuerzas. Mi comprensivo esposo me dijo con delicadeza -sabiendo lo que eso significaba para mi amor propio-: es el calor. ¡Vaya por Dios! Por primera vez me vencía el termómetro.
La cosa estuvo muy bien después de que nos refugiamos un rato en el aire acondicionado del McDonald's. Pasó la hora fuerte y volvimos a callejear. Lamenté no poder meter en mi maleta una imagen de El Quijote. Aunque habrá que hacerle espacio al abanico que Alejandra, con su simpatía, logró que le regalaran. Recuerdos de Toledo.