El sábado pasado fue el bautizo de Alejandra. Y por supuesto, en unas condiciones muy particulares: con una pequeñísima cuota de la familia, con un sacerdote apenas conocido y con unos amigos -muy buenos- recién hechos, ni pensar en los de toda la vida. Sin embargo, esas condiciones me sirvieron para pensar en lo más importante del evento: Alejandra se hacía parte de la Iglesia, la de siempre, la fundada por Cristo hace todos los años; la de hoy, de todos los domingos; la prometida para toda la eternidad. La antiquísima iglesia del siglo XIV nos hizo un grandiosos marco, con sus paredes de piedra, con su pila bautismal, con su retablo casi celestial. Ocasión para agradecer la suerte de tener familias cristianas, y para querer ser, aunque sea, un poquito parecidos a nuestros papás.
El día, maravilloso, no podía terminar de otro modo: en medio de la conversa salió de nuevo el tema predilecto de los mirones: "la paternidad controlada", que si hoy ya no se pueden tener tantos hijos, que si es una irresponsabilidad, que si basta con dos, que si la pareja tiene que darse un tiempo antes de los hijos... ¡Qué vigencia tiene el mensaje de la Iglesia! Lo mejor de todo fue cuando mi amiga, con entusiasmo y como si aquello no le tocara en lo absoluto, cerró la conversación diciendo sonreída: nosotros somos siete hermanos. Bendita generosidad.
1 comentario:
Mi comentario de ayer fue por el título...confieso que no había leído la nota entera y no habia visto el último renglón.
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